📖 Capítulos de Dos Hermanas

Lectura abierta de los primeros capítulos. Este mundo comienza en el agua… y florece en vos.

Capítulo 1 – El Nacimiento de Mizu

El Llamado Interior

Bajo el dosel de hojas susurrantes, donde la luz dorada del amanecer apenas roza las telas que cubren su cuerpo, Moca se despierta con un estremecimiento. Hay algo dentro de ella que se agita, algo redondo y vivo. Una vibración profunda la recorre. La tela de su vientre se tensa como si respondiera al pulso de una música secreta.

Se acaricia el abdomen abultado.—¿Soñaste lo mismo que yo anoche? —murmura, con ternura y temor—. Lo que viene es inmenso... Espero que estés lista, porque yo no podría soportarlo sola.

Una patada firme desde adentro le responde. Moca sonríe. Sus manos recorren la piel como si trazaran mapas invisibles. Al destaparse, su figura desnuda resplandece en la luz difusa: senos generosos, vientre colosal, mirada de madre y guardiana.

—Hoy es tu día —susurra.

Su habitación es parte de un árbol inmenso. Nada en ella ha sido construido, sino tejido por la naturaleza misma. La plataforma de madera se curva con la rama viva que la sostiene. Las paredes son velos de seda vegetal, traslúcidos y palpitantes. Todo respira.

Dos mujeres de figura delgada, piel azul grisácea y ojos negros como obsidiana, entran sin hacer ruido. Son las guardianas del nacimiento. Envuelven a Moca en un kimono rojo sangre que roza el suelo como una lengua de fuego.

—Cuando quieras, donde quieras —le dicen en voz baja.

Moca cierra los ojos, respira profundamente tres veces. Luego abre la mirada hacia el bosque oscuro que se extiende como un océano vegetal de trece kilómetros de profundidad, hasta el borde del precipicio donde la nave termina.

—Todo lugar, menos el bosque —dice, temblando—. Podés perderte para siempre...

El Bosque y el Parto

El día transcurre lento, con la sensación de que todo el mundo contiene la respiración. Moca se aproxima a las zonas más profundas del bosque, donde los árboles antiguos elevan sus troncos como pilares sagrados y sus raíces emergen del suelo en espirales que parecen esculturas vivas.

Cada paso de Moca retumba en la tierra como un anuncio.

Las guardianas la rodean en silencio, sus cuerpos pequeños y gráciles se mueven con la precisión de un rito aprendido. Las ramas se inclinan levemente a su paso, como si reconocieran su propósito.

Al llegar al árbol más viejo —un anciano de corteza plateada, con raíces que cuelgan por el abismo como cabellos milenarios—, Moca se detiene. Apoya la frente en el tronco y susurra palabras que nadie oye.

Allí aparece Kokoro, caminando con la quietud majestuosa de una diosa olvidada. Su cabello rojo-dorado brilla bajo el sol filtrado. Su piel blanca, casi translúcida, parece tejida de hilos de seda lunar.

—No puedo perder otra más —responde Moca con los ojos llenos de agua.

—Saldrá donde ella lo desee —dice con voz suave, posando una mano sobre la frente de Moca—. No temas. Es hija de mi hijo, y bisnieta de mi madre. Es lo que elige ser.

—Entonces no la pierdas —le dice Kokoro, abrazándola.

Guiadas por un impulso que nadie se atreve a cuestionar, entran juntas al bosque, seguidas por las dos guardianas de piel azulada y otras dos mujeres más pequeñas, casi niñas en comparación con ellas.

En el centro del claro, ante la inmensa raíz que desciende hacia el vacío, algo comienza a moverse. Una rama se inclina, como una madre que se agacha para recibir a su hija.

De pronto, una esfera ovalada y luminosa, cubierta por luces de colores que titilan desde adentro como estrellas líquidas, sale disparada del vientre de Moca, sin aviso.

Se precipita hacia el abismo.

Un grito ahogado. El aire se parte.

Pero Kokoro se transforma en ave: un fénix de fuego y oro que despliega sus alas inmensas y vuela tras la esfera. En el último instante, la atrapa en el aire antes de que caiga a la laguna oscura que conecta con el océano infinito.

Las garras del ave se abren.

La esfera estalla suavemente en el aire como una flor.

Tres criaturas traslúcidas caen al agua, suaves como medusas, cubiertas de luces que mutan entre rosa, verde, azul y ámbar. Desaparecen en las profundidades, dejando un remolino de luz en su estela.

Desde el centro de la esfera, una niña rosada y pequeña flota en el aire, sostenida por las alas del ave. Su cabello castaño rojizo reluce, sus ojos están ya abiertos.

El fénix desciende suavemente, se posa junto a Moca y vuelve a tomar forma humana.

Kokoro le entrega a la niña a su madre.

—Se llama Mizu —dice Moca, con la voz quebrada—. Desde antes de nacer, supe que era una creadora distinta. Soñé con lo que hará. Quiero tenerla cerca mucho tiempo… Me da miedo lo que le pueda pasar.

Kokoro la envuelve en un abrazo.

—Te estaba esperando, pequeña —le dice a la recién nacida, mientras una lágrima resbala por su mejilla—. Sos pura luz y belleza.

Mizu abre los ojos.

—Tiene los ojos listos para ver —dice Kokoro, asombrada—. Y un lunar rojo… en el centro de su frente. Como mi madre.

La alza contra su pecho, como si reconociera en ella un fuego antiguo.

—Vamos a hacer magia, mi pequeña.

Y Mizu, aún sin palabras, sonríe.

Visión del futuro

Esa noche, mientras dormía envuelta en el paño de nacimiento, Mizu soñó. No era un sueño común, sino una visión profunda, como si el alma recordara lo que aún no ha sucedido.

Jugaba en un campo de flores. Frente a ella, otra niña reía, de cabellos rojizos y ojos alegres. Corrían entre raíces y pétalos, tejían nombres para las criaturas que aún no existían.

La niña la llamaba "hermana". Mizu no respondía con palabras, pero sabía quién era. Bumi. Aún no había llegado, pero ya vivía en ella.

Al despertar, Mizu no lloró. Solo miró el cielo con los ojos bien abiertos, como si buscara la promesa que había sentido durante el sueño.

Aniwaniwa

Nací del abismo para iluminar los umbrales.Donde no hay forma, llevo el resplandor.

La Ceremonia de los Cinco Círculos

Al caer la tarde, el cielo arde en tonos púrpura y naranja.Los árboles en la gran explanada central parecen inclinarse hacia adentro, como si también ellos aguardaran. La comunidad se reúne en silencio, formando un círculo amplio que rodea el centro del claro. La tierra ha sido cuidadosamente alisada y marcada con cinco anillos concéntricos.

Cada uno representa un elemento esencial.Cinco calderos metálicos —de cobre, oro, plata, hierro y estaño— brillan a la luz de las antorchas, rebosando con brebajes que exhalan aromas primigenios: dulzura de frutos, sal del océano, savia del bosque, hierro húmedo, musgo y tierra mojada.

En el centro, Kokoro sostiene a Mizu envuelta en un paño resplandeciente, tejido por Moca durante los nueve ciclos del embarazo. A su alrededor, los guardianes de cada elemento se disponen en sus respectivos círculos.

FUEGO En el anillo más externo, las llamas no consumen.Guardianes de ojos brillantes danzan entre brasas.De sus movimientos surgen aves de fuego, lobos de ceniza, serpientes carmesíes que se disuelven como humo.Cada criatura danzante es una plegaria al primer incendio de la existencia.

AGUA Dentro de una esfera suspendida de agua viva, dos mujeres giran con los ojos cerrados.Sus manos dibujan burbujas que estallan en formas de peces, lunas, y flores líquidas.El aire se humedece. Los corazones se abren.Un murmullo fluvial conecta a los presentes.

MADERA En un anillo tapizado de hojas verdes, músicos tocan flautas de tallo hueco.Arqueros lanzan flechas de savia que hacen brotar flores al contacto con la tierra.Los árboles más jóvenes inclinan sus ramas hacia adentro.Se respira nacimiento, y promesa.

METAL El círculo metálico emite un zumbido sagrado.Artesanos suspenden en el aire espirales flotantes de plata y cobre.Las estructuras giran solas, como si cantaran entre ellas.El metal no es frío aquí: es pulso, es símbolo, es puente.

TIERRA En el centro más profundo, los pasos pesan.Gigantes de piel terrosa y ojos de ámbar danzan con solemnidad.Sus pies marcan el suelo y de allí surgen bloques que se acomodan en espirales, formando un mandala vivo.

La tierra respira. La tierra recuerda.

Mizu es conducida al centro.

La luz cambia. El viento se calla.

Uno por uno, los guardianes se acercan.

Cada uno le ofrece un don.

—Del Fuego, una chispa viva que flota sobre su palma como un corazón encendido.—Del Agua, una perla translúcida que palpita con un ritmo acuático, profundo.—De la Madera, un brote tierno que crece en cuanto roza su piel.—Del Metal, un anillo de plata que gira suspendido, resonando como un canto interior.—De la Tierra, una piedra negra y cálida que vibra al contacto con su pecho.

Cuando Mizu recibe el último don, algo cambia.

El aire vibra con una música que nadie ha compuesto.

Sus ojos se abren por completo y reflejan el fuego, el mar, el bosque, los metales y la roca, pero también algo más:el entramado invisible que une a todos ellos.

Una corriente de luz dorada se extiende desde el centro y alcanza a cada círculo.La tierra tiembla, pero no de miedo: de gozo.Una estrella fugaz cruza el cielo.Las criaturas que nacieron con ella, las medusas de luz, aparecen brevemente sobre el lago cercano, como si celebraran con la comunidad desde lo profundo.

Mizu no es hija de un solo elemento.Es el equilibrio. Es la unión.Es el eco de lo que fue y el anuncio de lo que vendrá.

Y así, la historia comenzó.

Capítulo 2 – Los Primeros Pasos en la Nave

El despertar de la infancia y el eco de un llamado profundo

El primer amanecer de Mizu sobre la nueva tierra fue una sinfonía de silencios antiguos y promesas no dichas. Pero aquella tierra no era completamente natural. Era la cubierta superior de una nave-hábitat ancestral, viva y pulsante, construida con materiales orgánicos que se entretejían como raíces conscientes.

El aire olía a nacimiento, a corteza mojada, a un lenguaje vegetal aún no pronunciado. Las hojas, las piedras, las criaturas pequeñas entre las raíces... todo parecía vibrar con la conciencia de que algo había cambiado.

Mizu se sentó sobre la plataforma de madera viva que rodeaba su hogar —una de las siete que colgaban como nidos entre las ramas de un árbol interno, un titán central que conectaba las distintas zonas de la nave. Desde allí, podía ver el mundo artificial que imitaba la vida: los cinco círculos ceremoniales, el bosque denso al oeste, la planicie de flores al este, el abismo y el océano virtual que respiraba al sur.

Jugaba sola, pero no del todo. A veces, entre las raíces, veía pequeñas luces que se escondían al mirarlas directamente. Espíritus sutiles, sin nombre, sin forma definida. Dos de ellos la visitaban más seguido.

Uno flotaba suavemente, como una semilla luminosa con ojos redondos. El otro se sentaba sobre una raíz, con orejas grandes y mirada sabia. Mizu los llamó Vual y Gisa. Nadie más los veía. Ni siquiera Kokoro. Pero ella sabía que estaban allí.

En la planicie, flores de todos los colores imaginables brotaban cada día. Azules que robaban su tono al cielo, rojos encendidos como corazones recién nacidos, dorados que devolvían la luz con gratitud.

A veces, en medio de ese paisaje, Mizu creía ver a una niña más pequeña corriendo entre los pétalos. No era real. Era la visión de algo que vendría: Bumi, su hermana aún no nacida, que ya la acompañaba en sueños.

Ese día comenzó a explorar más lejos. Cada piedra era un altar. Cada charco, un espejo del misterio.

Trepaba raíces como brazos de gigantes dormidos. Se escondía en cuevas donde la tierra aún conservaba el aliento del origen. Vual la seguía flotando. Gisa reía en silencio.

Kokoro las observaba desde lejos, con esa mirada suya que sabía sin preguntar. No hablaba mucho. Sus lecciones eran danzas, silencios, miradas detenidas en una rama o en una nube. Les enseñaba el lenguaje verdadero del mundo, que no está hecho de palabras sino de atención.

Mizu era la que callaba y escuchaba. Sentía que bajo la nave, en sus capas profundas, había un latido. Que el agua la conocía.

A veces, al tocar una piedra, esta parecía calentarse suavemente, como si respondiera a su piel.

Juntas —ella, los espíritus y el mundo— tejían un mapa invisible. Una cartografía hecha de intuiciones y asombro.

Y más allá, como una frontera sagrada, el océano.

Desde lo alto, el mar se extendía como un espejo interminable de azul profundo. A veces era sereno, como si durmiera. Otras veces rugía con una fuerza antigua que hacía temblar las ramas donde dormía.

—Allá viven criaturas que bailan bajo la luna —le dijo Vual una vez, en un idioma que no era de palabras.

—Allá hay algo que me llama —pensó Mizu, y Gisa asintió con sus ojos de raíz.

Cada noche, Mizu soñaba. No eran sueños infantiles. Soñaba con ciudades sumergidas, con puertas que se abrían en la profundidad, con voces que susurraban en lenguas no humanas.

Y al despertar, sabía que los pasos verdaderos apenas comenzaban.

Vual: "Donde el mundo duerme, yo susurro raíces."Gisa: "Si escuchás profundo, la tierra te recuerda."

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